domingo, 12 de abril de 2009

Adrián y el Padre Mateo (c3)

El día derretía la manteca. Se traspiraba con solamente pensar. Tres hojas iniciadas con fecha enero 29 estaban ya estrujadas en el cesto de papeles. Tres hojas con fecha enero 29 esperaban su destino final en el basurero municipal.

Pensativo y sombrío, me enfrentaba en mi celdario a mi pequeña y poco iluminada mesa de trabajo. Me revolvía en la silla. No podía encontrar una posición cómoda.

¿Cómo se lo expreso? ¿Cómo se lo planteo? ¿Qué me aconsejará? Si es que atiende mi pedido y me aconseja algo. ¡Hace tanto que no le envío ni una sola línea!

Si bien es muy discreto, seguro que lo va a comentar con su hermana, con la que trabaja en el INAME, pues con la otra tiene poco contacto pues ella vive en el exterior.

¡Qué horror! ¡Qué es lo que Mercedes podría llegar a pensar de mí! Es cierto que ella debe estar acostumbrada a este tipo de cosas, y a cosas bien peores, pues a diario trabaja con jovencitos que tienen la libertad restringida. En ese ambiente ciertamente pueden llegar a darse situaciones muy problemáticas. Sin embargo, diferente debe ser cuando se trabaja estrictamente con criterios profesionales, a cuando se conoce a uno de los actores como desde hace años ella me conoce a mí.

El repique de campanas llamando a los fieles me sobresaltó. La torre campanario estaba demasiado cerca de donde yo estaba.

Debía decidirme con rapidez. ¿Le escribiría o no? Tomé los tres papeles estrujados que reposaban en la papelera, los planché, y decidiéndome por el que me pareció mejor, desde allí copié la carta que finalmente sería la que enviaría.

Luego nerviosamente escribí el sobre, pegué el sello, y salí presuroso hacia la capilla. El monaguillo me haría el favor de depositar esta misiva en el buzón.

Esa misma tarde tuve que enfrentarme con los once aspirantes. Ellos llegaron como siempre, puntuales y ordenados. No parecían estudiantes, y su forma de proceder no concordaba con la juventud publicada en sus cuerpos y en sus rostros. Y entre ellos estaba Adrián, de impecable presencia, de finos modales, tal vez demasiado finos y estudiados, con zapatos que brillaban, y con camisa y pantalón que parecían recién salidos de la tintorería.

Y la clase de ese día comenzó. La semana anterior ya habíamos terminado con Génesis, y hoy comenzaríamos con Éxodo. Seguíamos el orden. Debíamos seguir el orden. Todo en el convento y en la escuela sacerdotal estaba determinado desde siempre. Todo seguía la rutina y la tradición.

Y el tiempo continuó escurriéndose por horas interminables, en esa rutina que tenía algo de diabólico y de infernal. Y día tras día mi ansiedad aumentaba, pues no recibía ninguna noticia, pues no recibía carta de él.

Pero todo llega en esta vida, y finalmente, en la mañana de febrero 18 el monaguillo apareció, agitando un sobre bastante pequeño en su mano izquierda, y con una sonrisa como la de un sapo, de lado a lado.

Agradecí, y displicentemente introduje el sobre en el bolsillo de mi sotana, como si no diera una excesiva importancia a lo ocurrido, como si nada fuera de lo acostumbrado hubiera pasado. Pero luego de unos minutos y con una excusa cualquiera, me alejé del lugar. Y me precipité a mi celdario.

El consejo que me daba Monseñor era muy razonable, así que de inmediato lo pondría en práctica. Seguramente Adrián no se iba a negar. No tenía ningún motivo para negarse. No podría negarse. Y no se negó. El domingo 23, luego de haber repartido las ostias entre los fieles y una vez culminada la ceremonia, me cambié de zapatos y de sotana, y al volver sobre mis pasos, desde lejos observé a Adrián que me esperaba.

Él estaba de pie, y al ver que me acercaba levantó el brazo y agitó su mano. Saludé a su padre con gran deferencia y con una amplia sonrisa, e ingresamos al automóvil.

En la casa me recibió el resto de la familia. La madre, muy delgada, muy respetuosa, por todos sus poros y en todos sus gestos respiraba su condición de ferviente católica. Y la hermanita de siete años, alegre y vivaracha, desde el comienzo puso una nota de color y de bullicio.

Adrián estuvo atento y discreto, como siempre. Lucía satisfecho y ligeramente sonriente porque todo se desarrollaba a satisfacción, porque todo ocurría con normalidad. Y como siempre estuvo bastante callado, como si no quisiera cometer errores, como si no quisiera incomodar.

La sobremesa con el café se extendió por más de media hora, y luego, mientras la mamá de Adrián se retiraba ya a la cocina, salió a relucir un mazo de cartas.

Y jugamos al truco. La hermanita de Adrián se paró junto a mí para seguir las alternativas del juego, y yo, canchero, en secreto le mostraba mis cartas, y susurrando con ella discutía mis próximas jugadas.

Y durante hora y media todo fue jolgorio y bullicio, y de a ratos reíamos, y yo reí como hacía mucho tiempo no lo hacía.

Luego quedé solo con el padre de Adrián, y él, confidente, me contó lo esencial de la infancia y de la adolescencia de su hijo.

Las bromas de sus compañeritos del colegio. Los pedidos estrafalarios y los misteriosos llamados telefónicos de sus amigos del liceo. Por alguna razón lo tomaron de punto.

Ciertamente no pude menos que compadecer a Adrián y solidarizarme con él, pero también aumentaron mis temores y mis reticencias respecto del futuro de este joven en la Iglesia.

Hacia las 17 horas el padre de Adrián me llevó de vuelta, pues no podía faltar a mi guardia en el confesionario. Y atendí a quienes ya me esperaban y a quienes vinieron luego. Casi todas mujeres, y poca juventud. Parecería que los hombres no son muy pecadores.

Ese día me acosté muy cansado pero satisfecho, y al día siguiente le escribí prestamente a Monseñor, contándole todo lo ocurrido. Y días más tarde… Y días más tarde comenzaron las visitas de un amigo de Adrián.

Al principio estas visitas me inquietaron. Ninguno de sus otros diez compañeros de estudio recibía visitas de este tipo. Pero luego, al no observar nada raro, mis reticencias se desvanecieron.

Pasaron varias semanas y todo continuó más o menos como siempre. La rutina, los gestos repetidos y el uso de frases hechas, las inclinaciones de cabeza en momentos que se podían adivinar.

Si en esos días hubiera llevado un diario de mi vida, casi casi hubiera podido escribir el mismo con un día de adelanto. Pero luego, repentinamente, comenzaron a sucederse los hechos extraños o extraordinarios. Los acontecimientos se precipitaban en tropel.

Primero Feliciano con su historia del encuentro de dos hojas de la Biblia en uno de los cestos de basura, donde estaba esa leyenda que indicaba que Jesús bien podría ser hijo adoptivo de Dios.

Días más tarde y ya a principio de abril, el intento de suicidio de Adrián.

La llegada casi inmediata del padre de Adrián. Su discreto y lógico encierro con su hijo por un par de horas. Luego su furibunda salida al claustro, descargando su cólera y sus injustos insultos sobre mí. Y luego su partida llevándose al muchacho.

De inmediato un cambio de atmósfera. Algunas risitas burlonas de vez en cuando. Algunos sermones pasados de moda defendiendo una doble moral. Las miradas lacerantes y desconfiadas de casi todos en el convento, con la única excepción del Padre Aguerrondo. Lo que más me hirió sin duda provino de las jerarquías.

Por eso, por todo esto que está pasando, ya me decidí. Esta decisión en realidad debería haberla tomado mucho antes, cuando Mercedes y yo aún teníamos un futuro. ¡Qué lástima, cómo me equivoqué!

Pediré la dispensa y colgaré la sotana. Y ahora nadie podrá torcer esta decisión del Padre Mateo. Y ahora nadie me hará cambiar de opinión. Y ahora tal vez podré tener un futuro, un verdadero futuro.

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