sábado, 11 de abril de 2009

Tratado como perro (k3)

Levanté mi cabeza al sentir pasos que se acercaban. Posiblemente me habría quedado dormido o habría tenido un ligero desvanecimiento. Pero indudablemente ahora me sentía bien y con la mente despejada. Estaba en una posición relativamente cómoda, a pesar de sentir el frío de las baldosas que penetraba por mi barriga.

Los pasos se oían fuertes y claros. Se ve que no se tomaban precauciones para no ser escuchados. Los pasos por momentos corrían y por momentos trotaban, por momentos se detenían y quedaban silenciosos, por momentos se acercaban y por momentos muy lejos se escuchaban. Y luego de unos instantes de gran expectación, desde mi posición observé que cuatro piernitas entraban en la cocina, un par primero, y otro casi enseguida. El segundo portaba soquetes blancos hasta casi la rodilla.

Como un relámpago un par de zapatos se dirigieron al placard, y el otro par a la puerta que salía al jardín. A mí no me vieron pues estaba debajo de la mesa, y como el volado del mantel era abundante, tendrían que levantarlo para poder descubrirme.

¡Pero mi suerte no iba a durar para siempre! Sin duda no había elegido un buen lugar. El volado del mantel se levantó, y una transpirada carita de niño apareció fugazmente, y luego desapareció detrás de los listones amarillos y blancos que con graciosas ondulaciones volvían a su lugar.

Se oyó una voz de niña diciendo: «¿Ya buscaste debajo de la mesa?»

– Sí –respondió el niño– pero ahí sólo está Batuque.

Miré hacia el suelo, y mi corazón pegó un brinco. Debajo de mis ojos se veían las dos manitos de un perro. «Pero no es posible. ¡Qué está pasando!» –pensé con desesperación–

Moví mi cabeza a los lados, y pude reconocer el pelo largo y de varios colores de Batuque, la mascota de la casa. Todo parecía indicar que estaba dentro del cuerpo de ese perro, pero ello era imposible. ¡Debería tratarse de un sueño, de una pesadilla!

«Nunca supuse que el juego de las escondidas fuera tan peligroso. –dije para mis adentos– Sé muy bien que mis hijos tienen una imaginación prodigiosa, pero nunca sospeché que ellos tuvieran facultades tan poderosas como para transformar la fantasía en realidad.»

De inmediato se me vino a la mente las palabras de la pequeña Marina, cuando cierto día me dijo que mucho le gustaría que yo fuera un perro. Y al preguntarle porqué quería eso, muy dulcemente me respondió que así no tendría que ir a la oficina, y podría quedarme todo el día jugando con ella. ¡Que ternura la de esa niña! ¡Cómo me conmovió! ¡Cómo cimbró mi corazón!

De súbito entró mi esposa preguntando en voz alta: «¿Dónde está papá?» Y los niños respondieron: «Está escondido.»

– Papá, Julián, sal de tu escondite, pues de la oficina avisan que ya mandaron el chofer a buscar los documentos para la reunión de mañana.

Recordé de inmediato la importante reunión del lunes con los japoneses, y salí de mi escondite saltando y brincando frente a mi mujer, como si quisiera decirle: «Aquí estoy, aquí estoy.»

– Batuque, busca a papá, busca a Julián, tuque, tuque. –dijo mi esposa agachándose, y sólo pude responderle con ladridos–

Pensando que así no avanzaría gran cosa, como un relámpago se me vino a la mente que los documentos estaban en mi escritorio dentro de mi portafolio, y con velocidad de saeta salí corriendo para allí. Al llegar encontré la puerta cerrada, y entonces comencé a brincar y a brincar, pero pronto me di cuenta que no podría abrir esa puerta. Con mis saltos llegaba sin dificultad al pomo, pero éste era redondo, así que en mi actual estado nunca podría hacerlo. Entonces comencé a ladrar.

– Ah, parece que Batuque ya encontró a Julián. –escuché que decía mi esposa– Niños, niños, vayan a ver, que seguro que el perrito ya lo encontró.

Mis hijos pronto estuvieron junto a mí. Yo les hice mi mejor sonrisa, mientras jadeaba frente a la puerta cerrada, y mientras con gran energía movía mi colita.

Al abrirse la puerta fui quien entró primero, y de un ágil salto me subí a mi escritorio. Con mi patita derecha traté de separar las carpetas que tapaban mi portafolio, mientras claramente sentía mi colita que continuaba con sus frenéticos movimientos de un lado a otro, sin duda fruto de la ansiedad. De repente, unas fuertes manos me tomaron del cuerpo y me levantaron en vilo.

– No Batuque, no. –dijo mi hijo muy seriecito moviendo su dedo índice– Si te hubiera visto papá sobre su escritorio, ahora te estaría dando una soberana paliza con un diario.

Resignado, me dejé transportar mirando mi portafolio de reojo con cierto conformismo.

Mi esposa ya estaba hablando al teléfono, diciendo que el esposo –o sea yo– había salido por un momento, pero que no habría problema, que seguro vendría enseguida y todo le sería entregado al chofer.

Bueno, ahora habría que esperar al coche de la oficina. Daniel me soltó, y me fui con un trotecito indiferente hacia el escritorio, para no despertar sospechas. Pero no, no tuve suerte, los niños habían cerrado bien esa puerta tal como se los había pedido tantas y tantas veces. «¡Oh, si al menos esta vez hubieran desobedecido!» –me dije a mi mismo con tristeza y angustia–

Me senté frente a la puerta cerrada de mi cuarto de trabajo esperando no sé bien qué. Y allí me quedé, meditando, cavilando, rumiando mis ideas, pensando en mi nueva e incómoda condición.

– Batuque, Batuque. –gritó mi esposa–

«¿Qué es lo que querría de mí? ¡Pero que digo! ¿Qué querrá con el perro?» –pensé–

Esto de estar preso en el cuerpo de un perrito indudablemente estaba trastocando mis ideas. ¡Cuándo se acabará esta pesadilla! ¡Cuándo volverá todo a la normalidad! De inmediato corrí junto a mi esposa, junto a mi ama, junto a mi esposa, pues en las actuales circunstancias no era cosa de disgustarla con desobediencias. Pero seguía exprimiéndome el cerebro pensando en una idea fija: ¿Cómo diablos podría informar a mi querida compañera que el perro era yo?

¿Cómo podría resolver este embrollo? ¿Cómo podría salirme de ésta? ¿Al menos cómo podría avisar a mi familia lo que pasaba?

Mi esposa me hizo salir al patio… hizo salir al patio a la mascota de la casa, mientras decía: «Busca busca, busca Batuque, busca a papá, busca a Julián.»

Me hice una carrerita en círculos por el patio, casi llegando a la puerta del garaje, como para dar la impresión que acataba la orden, cuando de repente un inconfundible y atrayente aroma me hizo cambiar mi trayectoria. Olfateando la hierba y el aire seguí el rastro hasta llegar al alambrado que separaba nuestro solar de la casa del vecino.

«Hum. ¡Qué delicioso aroma venía del terreno lindero! ¡Qué exquisita fragancia! ¡Qué perfume maravilloso! Seguro que lo había dejado la perrita que vivía al lado.»

Horrorizado por estas inclinaciones, retorné junto a mi esposa justo en el preciso momento que sonaba el timbre de calle. Sin duda sería el chofer de la empresa en búsqueda de los papeles, que con prontitud debían ser foliados y fotocopiados, para que todo estuviera pronto para la reunión del lunes.

Troté junto a mi esposa, y estaba junto a ella cuando se abrió la puerta.

– Buenas tardes señora Delia, –dijo el chofer en tono amable– ¿está su esposo?

– No Humberto, seguro que aparecerá de un momento a otro. –respondió mi esposa–

Debería hacer algo en ese preciso instante, y como un rayo me disparé hacia mi escritorio y comencé a ladrar frente a la puerta cerrada. De lejos escuché a mi esposa que decía: «Niños, niños, vayan a ver si Batuque encontró a papá». Sin duda esa podría ser mi gran oportunidad.

En breves instantes los niños aparecieron junto a mí, y diligentemente me abrieron la puerta. ¡Justo lo que esperaba! Esta vez estaba decidido a que no me pillaran.

A velocidad de relámpago entré y salté sobre el escritorio, con la lógica consecuencia que el portafolio y las carpetas cayeron al suelo. De inmediato con otro ágil movimiento bajé al suelo, tomé el portafolio con mis dientes, y justo a tiempo logré evadir a mis hijos que intentaban agarrarme. Hice una retirada estratégica hacia detrás del escritorio, me escabullí por debajo del gran mueble, y salí victorioso por el otro lado. Y con el camino ya despejado logré alcanzar el corredor, y con rapidez corrí hacia la entrada principal. Al llegar, deposité el portafolio a los pies de mi esposa, y junto a ella me quedé jadeando.

– Oh, el portafolio de mi esposo –murmuró mi esposa–

– Oh. –replicó el chofer, preguntando enseguida– ¿No será que los papeles que debo llevarme están ahí? – No lo sé, fíjese usted. –respondió mi mujer ofreciendo el portafolio al cortés y ceremonioso Humberto–

El hombre reconoció de inmediato que los importantes papeles efectivamente allí estaban, pues al frente había una carta-borrador de mi puño y letra con precisas recomendaciones para mis asistentes. Y antes de cerrar el portafolio, con la vista y a vuelo de pájaro, el hombre recorrió los folios que estaban convenientemente engrampados en tres partes.

Con una leve inclinación de cabeza y con frases de cortesía, Humberto agradeció, se disculpó por haber llegado en un mal momento, y partió.

Bueno, etapa cumplida, etapa felizmente culminada. Ahora debería pensar cómo es que manejaba lo de la reunión con los japoneses.

Sin duda no podía dejar escapar esa importante oportunidad. La empresa necesitaba nuevos negocios, y no siempre se tenía un contacto internacional en el que el interés inicial había estado del otro lado. Pero antes tenía que informar a mi esposa sobre toda la inusual situación. Sin ella de mi parte con certeza nada podría hacer.

Pensé, pensé, y finalmente decidí que primero debía convencer a Marina. Sin duda ella era la más fantasiosa de la familia, y la que primero creería en mi historia.

Así que seguí a mi hija a todos lados, esperando mi oportunidad. La rutina pronto se apoderó de mis hijos, aunque mi esposa tenía cara de preocupada, y de a ratos hacía alguna llamada telefónica a un vecino, a la confitería de la esquina, al almacén de mitad de cuadra, en fin, a los lugares del barrio a donde eventualmente yo hubiera podido ir un domingo de tardecita.

Por suerte mi oportunidad pronto se presentó.

– ¿Por casualidad tomaste mi cartuchera con mis lápices de colores? –preguntó Marina mirando a su hermano–

– Sí. –respondió Daniel con aire despreocupado– Creo que la dejé sobre mi cama.

A toda carrera me dirigí a la habitación de Daniel, y pronto volví al comedor donde los dos hermanos trabajaban en sus tareas domiciliarias. Me paré de manos, me apoyé en el borde de la silla, y en el regazo de Marina deposité la cartuchera.

– Oh, –dijo la niña– gracias Batuque.

– Esa es mi cartuchera. –dijo Daniel con inusitada y exagerada energía– Y ella no contiene lápices de colores, sino cucharitas de lapiceras, gomas de borrar, semicírculo, compás, tiralíneas…

No esperé más. Como flecha volví al dormitorio de mi hijo, y pronto descubrí otra cartuchera pero no sobre la cama sino sobre una de las sillas. Seguro esa debía ser la que precisaba Marina. La tomé, en un santiamén estuve junto a los niños, y repetí mi acto anterior depositando esta otra cartuchera también en el regazo de mi hija.

– Gracias Batuque. –dijo la niña con una amplia sonrisa– Gracias Batuque. –repitió dándome palmaditas en la cabeza– Ahora llévale esta cartuchera a Daniel. –dijo poniendo el otro estuche al alcance de mi boca–

Y con asombro los niños observaron como Batuque, como yo, como Batuque, dócilmente llevaba la cartuchera de una silla a la otra.

– ¡Oh! –exclamaron los niños a coro– Batuque entiende lo que se le pide. –dijo Daniel– Batuque es muy obediente. –dijo Marina–

Y allí comenzó el juego. Los niños dejaron de hacer sus deberes escolares, y comenzaron a pedirme de todo, respondiendo yo con docilidad a todos los pedidos y sin equivocarme… Las pantuflas de papá. –o sea mis propias pantuflas, que traje una a una frunciendo mi nariz por el olorcito que de ellas emanaba– La pelotita de goma que desde pequeñito usaba Batuque para jugar. El atizador de la estufa, el que debido a su peso arrastré con alguna dificultad. La pequeña canasta de compras que Marina siempre llevaba cuando ella nos acompañaba al supermercado. El baldecito de playa y los moldecitos de colores. La mochila que Marina llevaba a la escuela, y que por suerte para mí estaba a la vista y vacía. La almohadita que usaba Batuque para dormir. Una a una fui depositando las cosas solicitadas en el suelo, e incluso traté de formar una hilera con ellas, para así intentar dar idea que el perrito no se comportaba como perrito.

En eso entró mi esposa, y al ver todo ese despliegue preguntó: «¿Qué es todo este desorden? ¿Qué es lo que están haciendo?»

– Es que Batuque entiende nuestro idioma. –dijo Daniel con una gran risotada y con boca de sapo–

– ¡Pero qué disparate estás diciendo! ¿Acaso eres un bobalicón? –replicó la madre, replicó Delia, replicó mi esposa–

– Es verdad, es verdad. –acotó Marina–

– Es verdad, es verdad. –repitió Daniel– Ahora Batuque es muy inteligente y cumple todas nuestras órdenes. Mira todo lo que a nuestro pedido nos ha traído. –argumentó el niño señalando los objetos que estaban por el suelo formando una imperfecta y larga hilera–

La madre aún desconfiada dijo a sus hijos en un tono burlón: «¿Bueno, si es verdad lo que ustedes dicen y para convencerme, no se opondrán a que también yo le dé órdenes a Batuque y le pida que traiga cosas?»

– Prueba. –dijeron desafiantes los niños– Pero no exageres pidiendo cosas difíciles.

Y vino una andanada de órdenes: «Batuque, siéntate. Ahora quiero verte echado, con la barriga bien en el piso. Ahora ve al rincón entre el aparador y el espejo. Ahora ven junto a mí y haz unas cuantas cabriolas. Ahora ladra dos veces. Ahora quédate un ratito en silencio, sin jadear, y con la lengua dentro de tu boca.» Por cierto yo cumplía todas estas indicaciones al pie de la letra.

– ¿Pero que está pasando aquí? ¿Qué le ha ocurrido al perrito? –inquirió mi esposa con voz un tanto quebrada y emocionada, frente a la carita asombrada de nuestros hijos que pensaban que Batuque solamente era capaz de traer lo que se le pedía–

– Mamá, mamá pregúntale a Batuque cuándo fue que aprendió nuestro idioma, y como fue que lo logró. –solicitó el niño–

– Bueno, –sugirió la madre, Delia, mi esposa, un tanto cabizbaja y pensativa– no seamos tan exigentes con Batuque. Vamos a plantearle preguntas que solamente puedan contestarse con sí o con no. –y dirigiéndose a mí dijo enseguida– Atención Batuque, ahora vienen preguntas que tú debes responder con ladridos, un ladrido será sí y dos ladridos será no. ¿Entiendes bien lo que te voy a pedir? –y ladré una sola vez, emocionado con la oportunidad que se me ofrecía en bandeja–

Francamente estaba radiante con la manera como se estaban desarrollando los acontecimientos. Y con la nueva metodología de preguntas y respuestas sugerida por mi inteligente esposa, sin duda poco a poco se iría ella aproximando a lo que estaba realmente ocurriendo, a lo que realmente le estaba sucediendo a Batuque y a mí. Al menos eso pensaba. Al menos eso deseaba que pasara con todo mi corazón.

Y vino una andanada de preguntas, luego de la cual mi esposa se puso a reflexionar en voz alta.

– Recapitulemos un poco. Te preguntamos si dos mas dos era igual a cinco y respondiste que no. Entonces te preguntamos si dos más dos daban cuatro y respondiste que sí. Te preguntamos si sabías donde estaba Julián y nos dijiste que sí, te preguntamos si estaba fuera de la casa y dijiste que no, te preguntamos si estaba en esta habitación y dijiste que sí, e inmediatamente en círculos te pusiste a perseguir tu colita. ¿Acaso quieres decir que Julián está en tu colita? –inquirió mi esposa, y estuve a punto de responder con un ladrido, pero me contuve porque en realidad Julián, o sea yo, me encontraba en el cerebro del animal, me encontraba en la zona más noble del perrito y no en su extremidad posterior; quise decir «caliente caliente», pero no sabía cuántos ladridos debería hacer para que se comprendiera esa respuesta–

– Atención Batuque, piensa bien antes de responder. ¿Acaso Julián está atrapado dentro de Batuque? –preguntó mi esposa con cierta lentitud, como si temiera escuchar la respuesta–

No solamente respondí con un ladrido, sino que rematé mi contestación con unas cuantas cabriolas, para así demostrar mi felicidad ante el resultado obtenido con las preguntas y respuestas.

Oh, oh, oh. –mi familia estaba asombrada y aún un tanto incrédula con lo que habían descubierto–

Bueno, haré esta historia un poco más corta, eliminando detalles que no son ni importantes ni relevantes, para así no cansar a los lectores.

Mi inteligente esposa pronto empezó a preguntar por la reunión con los japoneses, y entre ambos concebimos una estrategia que dadas las circunstancias era la más adecuada. El lunes de mañana ella llamaría a la oficina diciendo que yo no me sentía muy bien, y que estaba descansando, pero que prometía llegar una media hora antes del inicio a la reunión con los japoneses. A esa hora mi esposa se presentaría en la empresa junto con Batuque, digo junto conmigo, afirmando que dada mi condición física, dada la condición física del esposo, a éste le era imposible asistir a la reunión, pero que ya había puesto al tanto a su esposa, a Delia, de todos los entretelones del negocio y de la estrategia a seguir. A la reunión por tanto en mi lugar asistiría Delia, mi esposa, a quien legalmente pertenecía la mitad de la empresa pues ésta era un bien ganancial. Y ella se excusaría frente a los japoneses expresando que por cábala quería asistir a la reunión con el perrito, argumentando firmemente que el animalito siempre le traía suerte. ¡Sin duda los japoneses pensarían que eso era un caprichito de mujer, o una infrecuente costumbre occidental! Cuando mi esposa, cuando Delia, debiera responder con un sí a una propuesta de los nipones, yo rozaría mi húmedo hocico en su pierna derecha, y cuando la respuesta debiera ser no, haría lo mismo pero sobre la pierna izquierda. Si no hiciera ninguna de estas dos cosas, mi inteligente esposa, mi inteligente media naranja, la inteligente Delia, respondería con evasivas o con alguna expresión dubitativa o ambigua, o eventualmente respondería afirmando que ese detalle sería definido a la brevedad posible en el correr de los próximos días. Y listo. Esto era todo. Nuestra propuesta base estaba detallada en mis papeles, y bien podría ser leída al inicio por mis asistentes. Dada nuestra presente falencia sin duda la suerte un poquito estaba del lado de los japoneses, aunque por nuestro lado seguro que tampoco haríamos un mal papel. Y en las circunstancias actuales no podríamos desplegar una estrategia mejor que ésta.

A la mañana siguiente se escuchó a mi esposa dando órdenes en la casa. ¿Sería que estaba practicando para mejor desempeñarse en la empresa, o sería que los humos se le habrían subido a la cabeza?

– Llamen por teléfono a mi peluquera para que venga a casa a hacerme la tinta y a peinarme. Llamen a la carnicería para que traigan dos kilos de lomo para que todos en la casa hoy día podamos comer buena carne, incluido también Batuque. Que la cocinera saque del placard mi traje de chaqueta, y si tiene alguna manchita o alguna arruguita que se la saque de inmediato. Cambien el agua de Batuque, o mejor, su bebedero lo cambian por un plato de sopa bien hondo, y allí le ponen agua mineral.

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