sábado, 11 de abril de 2009

¿Cómo ganarse el cielo? o La Elvira (i2)

Todos los días lo mismo. Mi tía me dice que tengo que acompañar a Pepa. Todos los días lo mismo.

Todos los santos días debo acompañarla a darse la inyección. La que según dice no puede faltar. La que según dice es de vida o muerte.

Y a las cinco de la mañana vamos, resignadamente, yo delante y ella atrás. Su mano sobre mi hombro, como si eso aligerara su cuerpo que cada semana parece haberse inflado más y más, como si eso aceitara sus articulaciones que parecen estar cada vez más y más renuentes.

El que pincha el brazo siempre tiene que ser Avelino. Él era quien me pinchaba cuando era pequeña. Él es quien cada otoño me pincha cuando me doy la vacuna contra la gripe. Él es quien pincha a mi tía, y a mi abuela, y a toda mi familia.

Avelino es quien pincha a toda la gente del barrio. Mi abuela no se cansa de repetirlo una y otra vez: «¡Que mano la de este hombre!». Todos estamos de acuerdo con ella. Todos en el barrio pensamos como mi abuela.

El problema de la levantada temprano, es que Avelino ya no vive más en el barrio, y además tiene que atendernos siempre bien tempranito, antes de ir a la mutualista.

Como Avelino se mudó a unas quince cuadras de aquí, y como no podemos pagarnos un taxi todas las mañanas, tenemos que caminar. Y tenemos que caminar lentamente. Tenemos que caminar más lento que las tortugas, por eso de que Pepa se ha inflado tanto, por eso de que las articulaciones de Pepa ya casi no le responden.

Mi tía dice que soy quien debe ayudar a Pepa, pues le debo mucho a ella. A ella y por supuesto también a Juan. De pequeña, cuando la rabieta se me subía hasta la cabeza, y mis ojos quedaban como los de un sapo, Juan tomaba el mate y el termo, Pepa rápidamente preparaba unos bocadillos, y los tres subíamos al jeep. Y como me decían que íbamos a buscar a mi mamá, me calmaba.

Por lo general me llevaban al parque o a la plaza de deportes, y allí por cierto jugaba, y andaba en las hamaquitas, y en los petizos, y en el subibaja, y en el gira-gira, y en la calesita. Juan bancaba todos mis caprichos. Juan compraba todas las entradas a los jueguitos que yo pedía. Juan estaba siempre atento, no fuera cosa que me desorientara y saliera a buscarles por cualquier parte. Juan cuidaba que nadie me hiciera daño. Juan siempre me quiso mucho, y yo a él.

Y cuando preguntaba por mi mamá, Juan me decía que tal vez se había retrasado, y entonces le decía a su esposa: «A ver Pepa, haz uno de esos cuentos que tú sabes, que la niña está aburrida». Y yo me sentaba con mucha expectación, y entonces Pepa relataba su cuento, en donde siempre de una manera o de otra estaba el “hombre del sombrerón”. Pepa a veces solamente describía lo que pasaba en el cuento y lo que hacía ese hombre extraño, pero a veces directamente se ponía a hablar con el hombre de sombrero grandote, con palabras que no se entendían muy bien.

Desde el día que no vi más a mi mamá escondida debajo de la mesa de la cocina, de a ratos me ponía a llorar y a gritar como loca. Juan siempre era quien primero se ocupaba de mí. Con un pañuelo me secaba las lágrimas, y trataba de darme los primeros consuelos. Luego me preguntaba si quería ir con él y con Pepa a buscar a mi mamá, y como siempre asentía con la cabeza, allá íbamos los dos agarraditos mano con mano. Allá iban los dos juntitos y de la mano, el flaco Juan y la llorosa Elvira.

Juan y Pepa vivían justo junto a nosotros, y desde su patio se podía acceder directamente a la casa de mi tía. Cuando empezaba con mis berrinches, Juan siempre acudía en mi auxilio, y mi abuela siempre le decía: «Déjela Juan, son puras rabietas, con el tiempo ella se cansa».

Lo que nunca entenderé mucho es porqué el agradecimiento tiene que centrarse en Pepa. Mi obligación moral y mi agradecimiento eterno, principalmente debería dirigirse a Juan, quien realmente era quien me consolaba, quien realmente era quien se ocupaba de mí cuando de niña me ponía triste y lloraba.

Juan ahora está en la capital con su hija Rosa, pues como le salieron unos bultos en la espalda, está allá haciéndose ver por los médicos. Rosa es la única hija de Juan y Pepa, y hace ya unos cuantos años que se casó y que se mudó para la capital.

Cuando de madrugada suena el despertador, maldigo mi suerte. Maldigo ese aparato diabólico, que suena y suena hasta que atino a apretar el botón. Maldigo la enfermedad crónica de Pepa, que la obliga a darse una inyección cada día. Y maldigo también la casa de Pepa, pues esa casa siempre me dio miedo. Pero en esos momentos que más dormida que despierta oigo el molesto y estridente grito del reloj despertador, siempre tengo un pensamiento para Juan, siempre le recuerdo con cariño, siempre está en mi corazón. Y como sé que Juan y Pepa se quieren mucho, siempre me levanto. Seguro que es lo que Juan querría que hiciera.

La casa de Pepa es demasiado grande y oscura, y por eso me da miedo. Siempre me dio miedo. Y aún me da cierta cosa hoy día. Apenas uno entra a la cocina, los reflejos y el cambio de luminosidad generalmente no permiten ver mucho, y una tiene miedo de caerse al tropezar con algo. Además, de nochecita o de madrugada, las luces en la casa de Pepa están casi siempre apagadas. Mi tía y mi abuela dicen que lo de las luces es una manía de Pepa, y que lo hace por ahorrar.

Aún hoy día cuando entro a la casa de Pepa, siempre siento como un sacudón, siempre me parece que el corazón se me detiene. Y esa sensación incómoda por cierto la siento más intensa cuando allí debo entrar de madrugada, mientras supuestamente Pepa duerme, y mientras supuestamente en la casa no hay nadie más.

Cuando de madrugada entro a la casa de Pepa, y la luna llena ilumina la estancia porque no hay nubes, la cosa es un poco más soportable. Lo peor sin duda es cuando las nubes esconden la luna y las estrellas, pues así, en el marco de las ventanas solamente se destaca un rectángulo negro, el que tal vez esconde el peligro. Siempre hay que tener precaución. Siempre hay que estar alerta. No es cuestión que a una le tomen desprevenida.

Cuando de noche mi abuela observa el cielo de esta manera, con nubes por todos lados, siempre mueve de un lado a otro la cabeza diciendo: «Hay mal tiempo, pronto vendrá el viento, pronto lloverá».

De pequeña, cuando mi abuela se expresaba de esa forma, casi siempre me imaginaba que la luna y las estrellas se escondían porque querrían dormir. Siempre fui muy fantasiosa. Siempre fui muy imaginativa. Siempre adornaba la realidad con mis sueños. Siempre sentí ese impulso irrefrenable de ver lo que quería ver.

Mi abuela y mi tía, y también los vecinos de la cuadra, con frecuencia critican a Pepa, a Juan, incluso a Rosa. Los critican todo el tiempo, cuando no tienen nada que hacer. Y hablan de ellos con un tono ligeramente despectivo, como mirándoles por encima del hombro.

A Pepa critican por sus extrañas manías de vieja, y por ser tan inmundamente ahorrativa. A Rosa critican por haberse mudado a la capital, y así haber abandonado a sus padres en la vejez. Y a Juan critican por ser tan desconfiado.

Juan impuso ciertas reglas en su casa, y una de ellas es que cuando alguien llama a la puerta, siempre es él quien debe atender. Por lo general Juan no permite que nadie entre en su hogar. Y al responder a un llamado, solamente entreabre la puerta siempre con la cadena colocada, y desconfiadamente asoma su cabeza para averiguar el motivo del inoportuno requerimiento. Y así hablan, Juan asomando la cabeza, y los visitantes parados en la acera, haga el tiempo que haga.

Las vecinas que visitan la casa de mi tía, siempre me preguntan por los vecinos de aquí al lado, siempre me preguntan por Juan, por Pepa, incluso por Rosa. Siempre respondo que son como tantos, que son gente honesta y decente.

Y entonces las visitas se miran unas a otras, y cuchichean: «Deben tener mucho dinero escondido quién sabe dónde. ¿Tendrán miedo que les roben? Son muy desconfiados. ¡Y en realidad no es para menos, pues hoy día suceden tantas cosas!».

Ciertamente nunca contesto estos comentarios, aunque me imagino que a veces, por las noches, los retratos de Juana y Hugo se convierten en fantasmas, en fantasmas buenos pero decididos, que saltan de la pared para ahuyentar al “hombre del sombrerón”, y para así proteger a sus hijos y a su nieta, y para así proteger a Juan, a Pepa, y a Rosa.

Cuando era pequeña, Pepa siempre me hablaba del “hombre del sombrerón”, y me contaba diversas y variadas historias sobre él, especialmente cuando llovía, o cuando comíamos panecillos en el parque. Tal vez algún día me encuentre con el “hombre del sombrerón”, y hasta hable con él. Seguro que a mí él no me va a hacer daño. Seguro que si habla conmigo, me hará comprender las palabras extrañas y los secretos de la vida, esos que con frecuencia él habla con Pepa cuando ella le pregunta alguna cosa.

De pequeña, cuando me atrevía a hablar del “hombre del sombrerón” frente a mi tía y a mi abuela, ellas se unían para decirme: «Cállate muchacha, déjate de tantas sandeces». Y cuando frente a las visitas de mi abuela de casualidad me refería a este personaje, a ellas se les saltaban los ojos, como si quisieran amordazarme, como si quisieran matarme o encerrarme para así no tener que oírme.

Mi abuela y sus visitas siempre hablaron de muchas cosas. De la soltería de Rosa cuando ella aún no se había casado, de la soltería de la amiga de Rosa, quien aún hoy día continúa soltera a pesar de seguir recibiendo la regular visita del novio de siempre, de los hijos de las jóvenes solteras, de los hijos criados por los abuelos o por los tíos. ¡De tantas y tantas cosas las visitas hablaban con mi abuela! Recuerdo bien que cuando se referían al novio de la amiga de Rosa, siempre decían: «Huy, esa amistad a mí no me gusta».

Si alguien no se casa será porque tendrá sus razones. Quedarse soltera no es nada malo. Yo por ejemplo, aún no me he casado y sin embargo soy feliz.

Filomena, la hermana de mi abuela, ya tiene ochenta años y nunca se matrimonió, y ni siquiera tuvo novio. Y respetuosamente todos la llaman “señorita Filomena”. ¿Será que el respeto por Filomena viene porque ella va a la iglesia casi todos los días? ¿O será que respetan los años que ella tiene?

Filomena es tan pero tan devota, que en el barrio la llaman “la mano derecha del cura”. Ella con frecuencia está rezando. Ella con frecuencia invoca a Dios. Ella con frecuencia se horroriza por cosas que a mí no me parece sean tan terribles, al menos tan terribles como para calificarlas de herejías.

¡Avelino, que rápido pasó todo! ¿Ya está? ¡Cómo que no me va a cobrar nada! Si es que corresponde. Por su molestia y su tiempo, usted tiene que cobrar algo. Todos tenemos que vivir de algo. Bueno, está bien. Pero el domingo sin falta le traigo una gallina ya desplumada, para que así usted la disfrute con su familia. Muchísimas gracias don Avelino, y que pase usted un buen día.

Amo los domingos, porque los domingos Avelino no tiene que trabajar, y entonces podemos venir un poco más tarde. Realmente estoy muy cansada, porque me faltan horas de sueño. Trabajo demasiado, porque vivo rodeada de mujeres que ya tienen unos cuantos años encima, y entonces demasiadas tareas recaen sobre mí.

Lo que más me mortifica de todo este asunto, es tener que escuchar tan temprano ese desagradable aparato que suena y suena. La levantada de la cama tan de madrugada es lo más desagradable. Luego, después de lavarme la cara con agua bien fría, las cosas me parecen un poco más soportables.

Bueno, en realidad también mucho me mortifican las manías de Pepa. ¡Eso que me haga quitar los zapatos para entrar a su casa, es una verdadera exageración! En parte me consuelo pensando que total, a mí me gusta andar descalza, pero esto me gusta decidirlo a mí, y no que otras piensen por mí. ¡Y eso de obligarme a entrar por un costado de la sala, es una humillación, es un disparate! Ella dice que es para que no marque los pies justo donde es más visible. Los lugares de la sala donde no se puede pisar es una de las cosas que más me molesta, pues a mí siempre se me olvida, y Pepa siempre me lo recuerda.

De pequeña, una de las cosas que me resultaban más extrañas y a la vez más aberrantes, era que Pepa me llevara al fondo para hacerme orinar en una lata. Entonces decía que era para no ensuciar el baño. El baño siempre hay que limpiarlo, y es lo mismo limpiarlo si apenas está un poquito sucio, que limpiarlo si está bastante sucio.

Otra de las cosas que siempre me llamaron la atención, era esa costumbre de Pepa y de Juan de en verano bañarse en el patio. Ellos se justificaban diciendo que era divertido, y que además así no ensuciaban el baño, y que además así usaban agua de pozo y no agua de OSE. Y como al agua de pozo no se tenía que pagar, así se ahorraba. ¡Pero qué manía con eso del ahorro y con eso de no ensuciar el baño!

Cuando en el fondo sentía agua que corría, cautelosamente siempre iba a espiar, el corazón latiendo, y la sangre agolpándose en mi cabeza. Cierto día, como no podía verles bien en esos menesteres, no tuve otra opción que encaramarme en el borde de la ventana, y entonces ellos me descubrieron. ¡Qué paliza me dio mi tía por este asunto! Siempre pienso que se le fue la mano.

Después de todo, mi curiosidad no era malsana. Me gustaba ver el agua resbalando sobre los cuerpos de ambos, y detenidamente observar la forma como recogían el agua en un enorme latón. El chorro estaba un poco bajo, así que para mojarse la cabeza y el torso, no tenían otra solución que ayudarse con un jarro grande, con el cual sacaban agua del chorro o del propio latón.

Además, en el patio ellos no se bañaban desnudos, así que nada podía haber de malo si una niña curiosa les espiaba. Juan siempre estaba de calzoncillos, y Pepa de bombachita. La desnudez no me llamaba mucho la atención, pues en cierta ocasión había visto a mi tía desnuda. Sin embargo, los enormes senos de Pepa me asombraban un poco, pues los de mi tía sin duda eran mucho más pequeños. Con frecuencia fantaseaba y fantaseaba, que los senos de Pepa mucho se parecían en tamaño a las alforjas que mi abuelo solía traer de la finca. Incluso hasta hoy día creo que esos senos eran aún un poquito más grandes que esas alforjas.

Por cierto, lo más interesante de la escena del baño era la enjuagada. Juan ayudaba a Pepa a que todo el jabón se fuera. Se ve que lo que más trabajo le daba eran los bultos de Pepa, pues allí manipulaba más tiempo que en otras partes. Pepa ciertamente no podía valerse sola, pues siempre tuvo un brazo enfermo.

¡Ah, cuando será que Juan volverá de la capital! ¡Cuando será que los médicos terminarán su labor! A pesar de que Juan ya no sale de paseo conmigo, yo le sigo queriendo mucho, y ahora que está lejos, le extraño de verdad.

Hace poco Rosa envió fotos por Internet. Tuvimos que ir a un cibercafé para poder verlas, pues en casa no tenemos computadora. Quien atendía ese negocio era un jovencito que fue muy amable con nosotras, y que nos ayudó en todo. En esas fotos Juan lucía un poco ojeroso y demacrado. De todo corazón espero que Juan se recupere pronto. Le deseo lo mejor. Con todas mis fuerzas deseo que se cure, pues no quiero que se muera, al menos no mientras sea joven.

Doña Pepa me sigue con sus pasos bien cortitos, y siempre apoyada en mi hombro. Su mano ya está sudorosa, pues siento la humedad a través de mi blusa.

Sin duda la caminata a Pepa le debe resultar todo un esfuerzo, pues de a ratos me pide de detenernos.

En verdad debería compartir este trabajo con alguien más. No es justo que tenga que ocuparme solamente yo de este asunto, los siete días de la semana y sin vacaciones. Los argumentos esgrimidos por mi tía en relación al agradecimiento, me parecen muy traídos de los pelos, me parecen muy falaces, me parecen muy vacíos.

Hace ya unos cuantos días, hace tantos días que me parece desde siempre, que a partir de las ocho de la noche miro el techo de mi dormitorio. Permanezco en la cama de espaldas y con los ojos abiertos, mirando la luz de la luna que entra por las rendijas de la ventana, mirando los arabescos de luz plateada que sobre mi cabeza se forman cuando hay nubes y luna llena, mirando los reflejos de luz de los faros de algún coche cuando por casualidad por esos lares pasan. Y así, en esa posición, me quedo bien quieta, y pienso, y sueño, y me regocijo, y me endulzo, y me maravillo por las cosas de este mundo. Éste es el procedimiento que aplico para invitar a que el sueño venga, pues al día siguiente debo levantarme bien tempranito.

Sí doña Pepa, sí, usted tiene razón. Afortunadamente ya llegamos, ya nos falta muy poquito. No se preocupe doña Pepa, la acompañaré hasta la puerta, pues sé de sobra que tiene problemas con esa cerradura. ¿Quiere que también la ayude a ir al baño? ¿Seguro que no? Bueno, ahora después que usted entre a su casa, voy al almacén y compro unas cuantas cosas, y hacia las doce como siempre le traigo el almuerzo bien calentito. No tiene porqué dar las gracias doña Pepa, tanto usted como Juan siempre fueron muy buenos conmigo. Ustedes dos ya se tienen ganado el cielo.

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