sábado, 11 de abril de 2009

Cien años de felicidad (l2)

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava, construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba una carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquíades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas, y los anafes, se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desclavarse, y aún los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se los había buscado, y se arrastraban en desbandada detrás de los fierros mágicos de Melquíades. «Las cosas tienen vida propia, –pregonaba el gitano con áspero acento– todo es cuestión de despertarles el ánima». José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aún más allá del milagro y la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: «Para eso no sirve». Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar el desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió disuadirlo. «Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa», replicó su marido. Durante varios meses se empeñó en demostrar el acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río, arrastrando los dos lingotes de hierro y recitando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró desenterrar fue una armadura del siglo XV con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido, cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras. Cuando José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer.

– Bueno, ya está, se terminó, y ahora a dormir.

– Otra vez más, otra vez más. –gritaron los niños a coro–

– ¿Otra vez más? –dije con voz ronca– Pero si hoy les conté este pasaje ya cuatro veces, aparte de las contadas que les vengo haciendo desde hace varias noches.

– Además el abuelo está cansado y con ganas de dormir, y ustedes también tienen que dormir. ¡Ya casi son las nueve y media de la noche! Es demasiado tarde.

– Es que no tenemos sueño. –dijo Martín–

– Es que este cuentito me gusta mucho. –dijo Seba–

– ¿Qué es un rizo? –preguntó Martín–

– Un rizo es un mechón de pelos, es un montón de pelos, un montón de cabellos, que salieron de la cabeza de alguien, en este caso de la cabeza de una mujer.

– ¿Y quien fue que se los dio al esqueleto? –inquirió Martín con cierta extrañeza y desconfianza–

– Bueno, con lo que se dice aquí no se sabe. Y para saberlo habría que leer todo el escrito, el que es muy largo, y el que no tengo aquí. Lo leído es el comienzo de una novela.

– ¿Y quién se robó lo que falta? –preguntó Seba muy asombrado y preocupado–

– Lo que falta del escrito no se lo robó nadie. A mí en el taller literario solamente me dieron esta parte, pues con ella debo hacer un trabajito.

– Cuando sea grandote grandote, también voy a buscar oro –afirmó Seba–

– ¿Y para qué quieres tener oro? ¿Acaso deseas hacerte una medallita?

– Para tener mucho mucho dinero, así mamá no tendrá que trabajar tanto, y podrá jugar un poquito más conmigo. –contestó el niño–

– Ah, ya veo, ya entiendo, el oro y el dinero se lo vas a dar a tu mamá.

El niño asintió con la cabeza.

– Bueno, eso está muy bien, quiere decir que quieres mucho a tu mamá, y que piensas ayudarla en todo.

El niño continuó moviendo la cabeza de arriba a abajo.

– ¿Y porqué el esqueleto se metió en el río? –preguntó Martín, quien se ve que aún estaba pensando en la historia–

– Bueno, por lo que se dice en el escrito el señor con la armadura era un soldado, así que probablemente lo mataron en una pelea y luego lo tiraron al río. O tal vez lo que pasó fue que el señor se cayó accidentalmente al río y se ahogó. ¿Ustedes saben lo que es una armadura?

Los niños no respondieron, pero sus ojos bien abiertos mostraban que seguían la conversación con mucha atención. Así que continué con mis explicaciones.

– Una armadura es como un traje de metal, que los soldados se ponen para que en la guerra sea más difícil herirles con espadas y con flechas. Incluso los hombres se protegen la cabeza con un casco de metal. El inconveniente es que la armadura es mucho más pesada que una camisa, un buzo, y un pantalón, y el casco es también mucho más pesado que un sombrero, así que una persona con armadura y casco se mueve torpemente, se mueve con dificultad.

Estaba sentado al borde de la cama, y a pesar de que los niños me seguían mirando con los ojos bien abiertos, su silencio estaba indicando que había llegado el momento de mi retirada.

– Bueno, –dije– la noche está demasiado conversada, y el abuelo está muy cansado. Así que voy a apagar la luz y me voy a ir a dormir. Pero antes ustedes se van a despedir con un beso.

Me incliné para recibir lo mío, y lo recibí. Apreté luego el botoncito de la veladora, y salí de la habitación con una muy amplia sonrisa.

No hay comentarios: