viernes, 3 de abril de 2009

Puliendo y mejorando una obra (s1)

Con evidencia, la relectura de una obra escrita con anterioridad, con la finalidad de mejorarla y de ampliarla, es una muy importante e interesante tarea que en mayor o menor grado deben cumplir todos quienes se dedican a la escritura.

Cuando esto se hace con un cuento que fue escrito tiempo atrás, en muchos casos asombra la impericia y la ingenuidad con la que el mismo fuera presentado y dado por concluido.

No en vano los escritores tienen generalmente una evolución positiva, especialmente quienes escriben con regularidad y quienes con frecuencia leen obras de reconocidos autores.

El ejercicio que aquí se propone a quienes siguen estos apuntes, es precisamente ese. Retomar un trabajo escrito al menos un par de años atrás, y tratar de mejorarlo y de complementarlo en todo lo que se entienda conveniente.

El autor de estas líneas eso precisamente hizo con el escrito titulado “La primera comunión”, el cual aquí ya fue presentado al interior de la consigna 501e. Ciertamente ese escrito, ese cuento, no tiene nada especial ni de excesivamente original; simplemente narra la primera experiencia de un niño con la divinidad.

En base a ese cuento, en base a esa historia, se logró generar el escrito titulado “Creencias religiosas”, el que se presenta en la sección inmediata siguiente, y el cual sin duda es un poquito mejor, y da la sensación de ser un poquito más completo que el escrito que le dio origen.

S2 – CREENCIAS RELIGIOSAS (s2)

Era un niño uruguayo como otros. Iba a la escuela, y allí jugaba y estudiaba, jugaba y aprendía. Pero era más bien tímido con sus pares, y desenvuelto con las personas mayores.

Sus padres no eran especialmente practicantes de la religión católica ni de ninguna otra, así que no le habían inculcado creencias religiosas.

Después de cumplir ocho años, pasaron unos meses y vino el verano. Y con sus padres fue a veranear en una casona de Carrasco.

Allí, muy cerca de la costa y del emblemático Hotel Carrasco, y casi en el límite entre los departamentos de Montevideo y Canelones, pasó a residir por unas cuantas semanas en una zona relativamente poco habitada. Desgraciadamente no tenía vecinitos de su edad con quien jugar, pues las casonas más cercanas estaban habitadas por personas de edad madura o por matrimonios jóvenes sin hijos (y por desgracia también sin mascotas).

Y a pesar de este aspecto negativo al niño el cambio mucho le gustó. Pasar de un apartamento más bien pequeñito y muy cercano a la principal avenida, a una casona grande de una sola planta y con jardín, era todo un cambio para un chiquillo de ocho años.

En su nueva residencia podía regar las plantas… podía soñar tomando sol… podía descubrir cosas que antes sólo había visto en dibujos, como por ejemplo caracoles, cascarudos, pajaritos de colores, hormigas, y hasta orugas…

Los vecinos de la finca lindera eran muy amables. El señor Abraham, la señora María, y la hija Mercedes.

Mercedes tendría unos veinte o veintidós años, y estaba ennoviada con un enfermero que frecuentemente venía a visitarla. Ambos solían sentarse en la hamaca para conversar… y por momentos el niño los espiaba desde el jardín vecino, el oído atento, y el corazón palpitando por la emoción.

Abraham, María, y Mercedes, indudablemente eran todos ellos muy devotos cristianos, y cierto día Mercedes se interesó por la formación religiosa de su circunstancial vecinito. La madre del niño informó que no pensaban darle ninguna, ya que la familia no practicaba ninguna religión, y ya que además esa dedicación de alguna manera podía interferir con las tareas escolares del infante.

Palabra va, palabra viene, razonamiento va, argumento viene…

Finalmente la madre autorizó a que su hijo recibiera formación religiosa, pero a condición que fuera en Carrasco durante las vacaciones veraniegas, y a condición que el propio niño aprobara el proyecto.

Mercedes trató entonces de convencer al niño, quien hizo varias preguntas sin parecer muy entusiasmado con la idea de ir a la iglesia a las tres de la tarde, pues ello le sonaba menos divertido que quedarse jugando en el jardín de la casona. En principio en vano fueron los argumentos seleccionados y presentados por Mercedes.

El conocimiento de la Biblia… La importancia de Dios, y la importancia de siempre estar bien con él… La importancia de comulgar, y de con regularidad confesarse frente a un sacerdote… La importancia de concurrir con cierta frecuencia a la iglesia, especialmente los domingos…

En determinado momento el niño cambió bruscamente de opinión, y aceptó muy gustoso el propuesto cursillo de religión, al escuchar que luego de cada sesión de estudio irían a una confitería de la zona, a tomar un helado acompañado de alguna delicia dulce.

Lo que luego vino los lectores posiblemente lo podrán imaginar con facilidad.

El niño concurrió con regularidad a sus lecciones de religión, reclamando a la salida el premio prometido. Y Mercedes cumplió regularmente con su promesa de llevar al niño a la iglesia, y luego a la confitería o a la heladería.

Un domingo hacia fines de febrero finalmente se concretó la primera comunión del infante. La pequeña capilla “San José de la Montaña” en la calle Cooper 2263 estaba repleta de fieles, y allí también estaban sus padres y sus tíos y sus abuelos.

El niño estaba advertido de cómo se iba a desarrollar la ceremonia, y de cómo debía actuar. Lo que más le inquietaba era el asuntito de la hostia, pues le habían advertido que no debía masticarla, así que debería tragarla entera. ¿Y si acaso no podía hacerlo? ¿Y si hacía arcadas frente a toda la gente?

El momento llegó, se puso en la fila, llegó al frente, se arrodilló, y con el corazón palpitante esperó su turno. Cuando sintió la hostia dentro de su boca, intentó tragarla, y lo logró sin problemas. Contentísimo por el resultado, se paró y regresó a su sitio, con paso alegre y con una sonrisa de lado a lado.

Al llegar donde estaban sus familiares, se sentó junto a su madre, y ésta le susurró que había estado bien, pero que debería haber vuelto a su sitio con andar más pausado y con mayor recogimiento, como lo hacían quienes comulgaban, fueren adultos o fueren niños. Y como ejemplo puso justamente a un mozalbete que en esos momentos regresaba junto a su gente por el pasillo lateral izquierdo, con las manos juntas, y con la vista al piso.

Al domingo siguiente Mercedes le acompañó a la capilla a presenciar misa. Y como llegaron un rato antes del inicio de la ceremonia, la vecina sugirió al niño que fuera a confesarse.

Como ya le habían explicado bien este procedimiento, el infante fue muy decidido al confesionario, pero cuando le llegó su turno y le preguntaron sobre sus pecados, se quedó mudo sin saber qué cosa contestar. Ante el silencio, el cura tuvo la feliz iniciativa de sugerir algunas posibles desobediencias, y algunas posibles malas notas en la escuela, a lo que el niño contestó con monosílabos. Finalmente el sacerdote dictó la pena: Dos Padres Nuestros, y tres Aves Marías.

Acto seguido y cuando se le advirtió que la confesión había terminado, el infante se alejó unos pasos del confesionario, pero obedientemente esperó que el cura se desocupara y viniera a controlarle que cumpliera bien con la pena impuesta.

No tuvo que esperar mucho para que el cura efectivamente saliera del confesionario, pero ante la gran sorpresa y desconcierto del niño, el hombre pasó a su lado sin dirigirle la palabra, y se perdió de vista luego de atravesar una puertita situada bien al fondo.

El niño quedó muy desorientado y sin saber qué cosa hacer. ¿Cómo sabría el señor cura si él había o no cumplido con su pena, si no se le fiscalizaba? En la escuela, cuando cometía faltas de ortografía, le mandaban hacer repeticiones para la casa, pero al día siguiente debía entregarle el deber a la maestra para que controlara.

Luego de un minuto de reflexión, su primer impulso fue volver de inmediato junto a Mercedes. Total, si no se le controlaba la pena, no valía la pena de cumplirla.

Ya se encaminaba decidido a donde había quedado su vecina, cuando recordó eso de que Dios estaba en todas partes. Entonces, por las dudas desanduvo sus pasos, se hincó en un altar, y repitió en voz muy baja los rezos que de memoria bien se sabía.

Como bien comprenderá el lector, la devoción religiosa del niño duró unos pocos meses. Poco a poco dejó de rezar por las noches… Poco a poco dejó de ir los domingos a escuchar misa… Poco a poco empezó a dudar de la propia existencia de una divinidad o de algo que se le pareciera…

Años más tarde y ya durante sus estudios secundarios, el tema religioso reapareció en el curso de filosofía. Con la respectiva profesora trataron diversos asuntos que por cierto estaban rodeados de misterio, y que en parte escapaban a la comprensión profunda del entonces jovencito.

Cuando el susodicho ya había ingresado a la universidad, la ocasional lectura del libro de Bertrand Russell titulado “¿Porqué no soy cristiano?”, convenció a ese adolescente de que debía de ser agnóstico. Y el paso del tiempo poco a poco fue transformando a ese agnóstico cada vez más en ateo.

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