sábado, 11 de abril de 2009

Las mieles del éxito (f2)

¡Quién no ha escuchado alguna vez que Menganito es un verdadero triunfador en la vida, o que Sultancito y Zutanito supieron hacerla muy bien! Y no sé por qué, el hecho de triunfar en esta vida generalmente viene asociado con la idea que el sujeto en cuestión hizo una fortuna material en la actividad que le tocó desarrollar.

Si bien no es ninguna virtud no tener dinero, tampoco lo es tenerlo a cualquier costo y a cualquier precio. El disponer o no disponer de recursos financieros y materiales, ciertamente es un hecho circunstancial. No vale la pena poner en juego nuestro pellejo en pos de ello.

La vida siempre nos da sorpresas, y ellas hacen que nuestra existencia sea mucho más entretenida y soportable, porque sería realmente abominable saber que si alguien nace en un hogar donde siempre hay problemas, necesariamente también debería siempre correr esta misma suerte, sin que pudiera hacer algo para cambiar esta condición, sin que pudiera hacer algo para revertir esta penosa situación.

Afortunadamente hemos superado esa concepción resignada sobre nuestro futuro personal, heredada sin duda de la antigua cultura griega.

Ya no somos juguetes de los dioses del Olimpo. Ya no nos sometemos de buena o mala gana a sus caprichos. Nuestro porvenir ya no lo determina Zeus. Nuestro futuro está en nuestras propias manos, y no en la casa de los oráculos o en la mente de las divinidades. Nuestro destino no está predeterminado de antemano, esperando ser revelado en alguna casa de oración o en una tirada de tarot. En buena medida nuestro futuro es producto de nuestro entorno social y de nosotros mismos.

Ésa es la capacidad más interesante y emocionante que tiene el ser humano, la de sobreponerse a la adversidad, y siempre, pero siempre, poder un poco más.

Aceptado este planteo, podemos entonces coincidir que el triunfo y el éxito nada tienen que ver con una cuestión monetaria. Es más, quién piense lo contrario, es porque no se dio cuenta que en este mismo instante, bien podría estar tratando de nadar desesperadamente hacia la costa en medio de un mar embravecido, o maniobrando con un vehículo que se salió de la carretera a alta velocidad. En estos dos hipotéticos casos, sin duda no serviría de mucho el dinero que se pudiera tener encima, o en la casa, o en el banco, por mucho que éste fuera.

El triunfo favorece a quienes hacen las cosas bien, y a quienes tienen una gran dosis de suerte. El triunfo favorece a quienes se sienten bien en su propia piel. El triunfo favorece a quienes por todos lados saben hacer amigos. El triunfo favorece a quienes no tienen una doble moral.

¿De qué sirve sacarnos las arrugas, si todas ellas nos las hemos ganado, si todas ellas son las condecoraciones que nos dio la vida? ¿De qué sirve aparentar ser más joven, si nuestro documento no miente, y nuestras articulaciones cantan esa fecha? ¿De qué sirve pretender tener menos años, si la experiencia y la sabiduría se adquieren con el paso del tiempo?

No dejemos que el no contar con dinero nos arrugue el alma y nos arruine nuestra existencia. No permitamos que nuestras eventuales frustraciones también se reflejen en quienes nos rodeen, pues así ellas luego podrían volver a nosotros como un boomerang. No nos avergoncemos ni disgustemos por nuestra condición, o por nuestro aspecto físico, o porque no nos comprenden. No nos engañemos tan tonta y convencionalmente, como una vez lo hizo Cyrano de Bergerac en el imaginario del escritor Edmond Rostand (1 abril 1868 – 2 diciembre 1918).

Para ser una buena persona no necesitamos ni un solo centavo. Para ser muy queridos no necesitamos ser jóvenes, delgados, y de impecable apariencia. Para ser felices y estar satisfechos con nosotros mismos, no necesitamos tener casa propia y automóvil propio.

Con toda evidencia no necesitamos un préstamo para disfrutar a quienes amamos. Nadie nos tiene que enseñar a reconocer en la cara de un ser querido, si está verdaderamente feliz o si no lo está. Nadie nos puede inculcar que vamos a ser terriblemente infelices, si no nos interesamos en comprar un auto nuevo, o si no alardeamos de siempre vestir a la última moda. Y ninguna balanza nos puede marcar el límite entre la felicidad y la desgracia.

Hagamos lo que buenamente podamos con nuestras vidas, y a aquéllas y aquéllos que les gusta ostentar frente a los demás, les sugerimos que piensen si su ser más querido los va a querer más o menos según el dinero que tengan, o según los bienes materiales que posean, o según los sacos de piel o la figura de que dispongan, pues si esto es así sería para lamentarse.

Triunfar en la vida es algo diferente. Triunfar en la vida es otra cosa. Sería tétrico pensar que pagando cuotas uno ya tiene comprado el triunfo. El éxito no se adquiere. Hay cosas que no se compran en ningún supermercado. Y la salvación eterna no se logra rezando escrupulosamente todos los días domingo en la Iglesia.

Ya para concluir, por un momento pensemos en esa gente que orgullosamente viene a mostrarnos su última adquisición, con el secreto afán de hacernos sentir inferiores, con el secreto afán de provocar nuestra envidia. Y a pesar de que pensemos que ellos son unos pobres desgraciados y unos mentecatos, no tenemos porqué tomar este asunto a la tremenda, no tenemos porqué hacernos los difíciles y los interesantes. Total, el escucharlos con cierto dominio y paciencia no nos hará ningún daño, y así, prestando oído a sus dichos, les haremos sentir mucho más felices, más realizados, más autosuficientes. ¡Y qué mejor que hacer feliz a una persona, con el solo recurso de escucharlo!

No hay comentarios: